Más allá de los acontecimientos personales, hay dos recuerdos que quedaron grabados a fuego en mi memoria siendo un niño y que me mostraron por primera vez lo efímero de las cosas y la consistencia del dolor; el primero: la imagen de Paquirri desangrándose en la enfermería de la plaza de toros de Pozoblanco por un boquete en el que cabría un puño; el segundo: el atentado con coche bomba de la banda terrorista ETA en la plaza de la República Dominicana, Madrid, contra un pequeño convoy que transportaba a agentes de la Guardia Civil, todos ellos bisoños y doce de los cuales jamás volverían a ver la luz del día. Este último suceso es el eje en torno al cual gira El síndrome del norte, la nueva novela de Daniel Palencia, en la cual se conjugan de manera magistral los hechos históricos con un marbete a lo Tarantino que la dota de un sesgo expresionista y cinematográfico. Busquen ustedes los nombres literarios de mayor postín en este país que hayan desarrollado dicha temática: la de los años del plomo, esos años que transitamos a pie desnudo pisando sobre cristales; ninguno de ellos tiene una obra mejor que esta que ahora presentamos en el sello Fanes, insisto, ninguno. Para mí, El síndrome del norte es de un valor que amerita el convertirse en referente dentro de su género; he aquí una obra que combina a la perfección caminos trillados y caminos inéditos, dando como resultado una nueva aleación literaria. 

Las cloacas del Estado, los tentáculos innumerables de la corrupción, la cartografía cambiante de una sociedad que va agotando las manos de una partida en la que todos pierden, el nudo gordiano de los sentimientos y la necesidad de purgar ciertos pecados, no precisamente veniales. Todo esto y más, lo encontramos en la novela de Daniel. Leyéndola, a veces me vienen a la cabeza las mascaradas del pintor montañés José Gutiérrez Solana, porque hay algo negro, dudoso y como sacado de quicio en casi todos los personajes; unos van a la sorda y otros por la tremenda, pero todos son presa de sus obsesiones y todos hacen daño, para empezar a la propia conciencia; oyen cómo se acerca el tren, pero no quitan la cabeza de los rieles. Vienen aquí como perita en dulce aquellos versos del insigne vate portugués, Fernando Pessoa, que dicen: Cuando quise arrancarme la máscara,/la tenía pegada a la cara./Cuando la arranqué y me vi en el espejo,/ estaba desfigurado. 

El síndrome del norte es una novela de trampantojo y que, como la marea, va y viene, en una especie de carambola kármica. No tiene pues una estructura lineal; si hubiere de representarla mediante algún tipo de imagen, esta sería una matrioska de círculos, círculos secantes como las sartas de los magos; el problema aquí es que la cosa no tiene truco y no hay quien los desenganche. El síndrome del norte es una novela sobre lo ubicuo de la violencia y sus secuelas, sobre la traición y sobre la imposibilidad de descifrar las cartas del destino en el único momento en que estas nos serían útiles. Tener una obra así en catálogo, en la que confluyen el viso comercial y una calidad artística de grado superior es siempre un orgullo, amén de un quilate más, a sumar en este mundo de las letras que forma parte de nos y al que amamos tanto. Enhorabuena, Daniel.

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Melindres y medias tintas nada tienen que ver con Leticia Conti Falcone. Su literatura no nos regala paisajes a la acuarela y tampoco sirve para componer asuntos de escayola. No es una literatura cosmética la suya, sino una literatura visceral y que busca con denuedo el hueso de las situaciones, pues a Leticia lo que mayormente le interesa es ver las cosas por dentro; no es persona que quede conforme cuando le muestran el chasis del muñeco, ella necesita ver sus engranajes ocultos, y es que como decía San Agustín: adentro es donde mora la verdad del hombre. Y a Leticia no le vale otra cosa que no sea la verdad, con su luz calcárea que hiere, con esa virtud descalabrante que tienen las cosas tomadas en crudo.

Los viejos libros aseveran que cuanto mayor es la ciencia, mayores son el dolor y el enojo, pero esto a Leticia no le importa lo más mínimo, ella quiere siempre llegar al fondo, pisar el último escalón, sorber la copa hasta la hez, ver qué misterios pueda haber detrás de un rostro cualquiera. Leticia escribe en un lugar que tiene algo de studiolo y algo, también, de capilla; es la suya una actividad in extremis. Arriba: el ajetreo, la vida mundana, el tintineo de los cristales, la conversación y el ruido; Abajo: la soledad que fructifica, la sintonía feliz con el verbum cordis, la oreja puesta sobre los rieles del alma por ver qué clase de locomotora se aproxima. La escritura es para Leticia un lujo necesario. Lujo porque el arte solo nace de la exuberancia y nada puede esperarse de los secarrales en estas lides. Necesario porque, sin ella, una buena parte de la expresión de su persona quedaría en conato y la escorrentía turbia no hallaría su natural desaguadero. A menudo las regiones miasmáticas se purgan con tinta y papel; es el caso. Leticia explora en su obra los motivos elementales, esos que nunca pasan de moda porque son constitutivos del hombre, su misma esencia. La literatura de Leticia es por lo tanto una literatura in abysso, subterránea, dolorosa, una literatura que no se arredra a la hora de mostrarnos las situaciones más terribles. Su última obra: …Y el miedo en la de todos, da un paso más en esta querencia de la autora por dibujar la fisonomía de los espacios interiores. En efecto, el miedo está, como Dios, como el Diablo, en la casa de todos, armando tropelías, rompiéndonos el eje, escurriéndonos el norte a la chita callando, llevándonos por caminos que huelen a turba quemada y a polvo.

…Y el miedo en la de todos es una novela policíaca, sí, pero es más que esto, porque aquí los hechos siempre tienen su correlato en aguas profundas, o dicho de otro modo, encontramos su negativo en esa película increíble que por lo común los demás no ven, ya que acontece por detrás de los ojos, en la banda oscura. Todos los personajes de la novela son humanos, demasiado humanos, por lo que a todos les falta algo y a alguno le falta todo, y lo que sobra es solo resentimiento, material de derrubio. Si se sintiesen completos no serían humanos, porque ser humano es vivir en la carencia, mirarse los callos de las manos y preguntarse si todo esto que me acaece y que llamo mi vida es realmente mía, y si merece o no la pena, y si tiene algún sentido que la justifique o es meramente un rosario de disparates, una carta de endoso. Comprendan que las heridas que más daño hacen a menudo no se ven. Rompo pues mi lanza en pro de esta mujer, Leticia Conti Falcone, quien escribe cosas tremendas en el teatro de su bar cuando la sala está vacía, y entonces algo del fuego de sus cabellos cae sobre la tinta negra, y yo la imagino como si aún fuera una niña, poniendo color a las figuras de un cuaderno, sumando libros pero, de algún modo, inédita. Hay mucho mérito en esta pasión incombustible. Dicen los biólogos que el miedo es un valor práctico que atañe al instinto de supervivencia; pase, pero también una malquerencia con uno mismo que nos atasca en suelo ajeno y un espejo deformante que se interpone en nuestra relación con los demás. Lean a Leticia Conti Falcone. Lean …Y el miedo en la de todos, pues aquí los dardos van por la vía directa, al corazón. Ninguna modestia pero todo sentimiento. Así es ella.

 

Y el miedo en la de todos

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Lo primero que llama la atención en Hortensia Arcas es su juventud. La juventud es una ventaja para ciertas cosas, pero no en literatura; aquí, el cuajo artístico, el marchamo, el oficio, suelen alcanzar su cénit en edades más tardías, porque el hábito hace al monje, aunque no siempre, y también porque el bagaje existencial del que se nutren las historias es más extenso y, en ocasiones, más profundo. Esto quiere decir que los mejores frutos literarios de Hortensia están previsiblemente en lontananza, sobre un horizonte de posibilidades que para ella todavía es enorme.

Lo que ha traído a Hortensia hasta el catálogo de Fanes no es pues la lozanía de sus veintiuna primaveras, sino el talento. Creo que su voz literaria merece un camino y todo camino tiene que comenzar en algún lugar; yo he querido que tal lugar fuera éste. En algunos aspectos, Hortensia me recuerda a otra autora, también joven aunque no tanto, de esta editorial: Julia Concepción Gutiérrez. Con diferentes medios, pues el estilo de ambas es diverso, son capaces de llegar muy hondo, de atacar la roca viva del ser y hacer que emerjan esas emociones que se viven en silencio y que nos mueven la estructura, como si por detrás de los ojos nos hubiera soplado un viento metafísico. Julia consigue este efecto a través de las imágenes; Hortensia, fundamentalmente a través de los diálogos y los pequeños gestos que los puntean. Lo que en ellos se dice, pero también lo que en ellos meramente se asoma y aun se oculta. En este sentido, Hortensia maneja una psicología muy fina, con muchos matices, que ya quisieran para sí gentes más talludas. Ambas autoras tienen un punto de realismo mágico; nos presentan alguna que otra situación que parece inverosímil y que no por ello deja de resultarnos extremadamente real, como si lo real fuera en esencia un conjunto de símbolos e hilos que no vemos, pero que están ahí, trazando, entrelazando las historias desde las bambalinas. Ambas tocan de pleno el sentimiento trágico de la vida, ambas la idea de destino. Ambas hacen, por lo tanto, una literatura profundamente humana. Por ello, estas obras pertenecen a una categoría muy específica: las que no se olvidan, y ello porque nos hacen ver la vida desde las costuras y nos auscultan desde un lugar que no sufre los embates del tiempo.

Los problemas que se plantean en la obra de Hortensia no son del día actual, son eternos: el amor, el dolor, la búsqueda, el saber que en esta vida cada paso que se da mata otros cientos, que el transcurso de las horas es irreversible, que vamos buscándonos a ciegas a nosotros mismos, que vamos, muchas veces sin tener clara conciencia de ello, buscando el Origen en los labios del otro, que el pasado se nos queda pegado como un gato a las perneras. Ninguna vida puede empezarse de cero, se puede recomenzar, en todo caso, desde las ruinas, porque como decía Yorgos Seferis: Las ruinas no son las estatuas, somos nosotros. Este sentimiento de estar atado a la rueda de Ixión lo experimentan algunos de los personajes de la novela que nos presenta Hortensia, todos ellos muy jóvenes aunque, yo me permití el lujo de mirarles el relleno y vi que el vellón estaba mustio y viejo; había pues mucha fatiga acumulada en esos cuerpos tersos. Las huellas en la arena de la playa pronto las borra el mar. Las del alma, esas mueren con nosotros, si es que mueren. Los personajes centrales de esta obra: Mariara, Nora, Ígor, Lukasz, arrastran una especie de condena, no por invisible, menos pesada. Unos están condenados a amar, otros a no ser amados. Los círculos de sus vidas se intersectan como los aros de un mago y el sentido no termina de hacerles justicia. Sabido es que solo tras mucho sufrimiento los héroes, y no todos, alcanzan su meta, pero, ¿a qué precio?

Enhorabuena Hortensia por esta novela, en sus cotas más altas, bellísima.

Verde sobre fondo gris de Hortensia Arcas

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El título de la obra que nos presenta Jagoba Rey: Chico Salvaje, es ya en sí misma una declaración de intenciones. Ustedes obren a su gusto, pero yo es ver la portada y ponerme en guardia, por si las moscas. El libro tiene una voluntad epatante, o dicho en forma más castiza: pone a muchos congéneres de chupa dómine sin pararse en barras, y es que a Jagoba, cuando abre surco, solo le vale el arado de reja. Jagoba es vasco y algo de ese Unamuno energuménico que peroraba contra esto y aquello rastreamos en su prosa. En efecto, ni tirios ni troyanos se van de rositas en esta obra que mezcla la ternura con el vitriolo.

Chico Salvaje es, en cuanto al género, un libro miscélaneo o musivario; hay en él una línea autobiográfica con visos de redención que constituye el eje de la historia, intercalada con digresiones sobre cuestiones de muy diferente índole: económicas, políticas, psicológicas, sexuales, y todo ello salpicado con citas literarias y apuntes cinematográficos, y alguna perlita apócrifa para deleite del personal. Por momentos, Jagoba se nos pone solemne, hace alardes de académico (lo imaginamos levantando el brazo con pose tribunicia) y trae a colación a autores de los que nutren las notas a pie de página en los trabajos universitarios. Hay que decir que de todos ellos se aprende, aunque sea para mal. Esta vertiente erudita de la obra de Jagoba no es la que personalmente más me llega. Aunque agradezco que ofrezca un hueco en su libro a genios como Tocqueville o Schopenhauer, yo prefiero su lado más personal; a mí lo que me interesa es el Jagoba hombre, me interesa ese dejarse la vida en trabajos con condiciones draconianas para volver a un piso compartido donde las paredes sudan y todo está patas arriba, y la cena nunca recuerda a la cocina de las madres; esa sensación asfixiante de que todo está fuera de quicio y romperse las mientes libreta en mano a horas extemporáneas para, a fin de mes, poder cuadrar unas cuentas que parecen la obra de un cabalista; me interesa ese Jagoba que repartía mamporros, algunas veces con razón, otras en abstracto, es decir, sin que viniera a cuento.

Me pongo con gusto en los zapatos del chico que quiere enmendar los rotos del pasado con los excesos del futuro, demostrar a todos que tiene voluntad y valía, y que quienes lo condenaron al derrumbadero estaban equivocados. Un ánimo de vindicación atraviesa el libro, hay en él mucho dolor detrás de esa jactancia de chico malo que compone letras subversivas y acampa con sus colegas en los portales del barrio, ensayando la carcajada coral, el esputo oblicuo y la mirada aviesa. Pero quien se duele se revela como vulnerable, y quien trata de demostrar a los demás depende en cierto modo de ellos y les otorga una ventaja. Por lo tanto, este libro está escrito con fuerza, pero exhibe un alma frágil, pues el daño está a flor de piel y cualquiera puede verlo; en cierto modo huele a sangre, y a sangre, además, del pasado, que es la que más cuesta limpiar pues siempre deja cerco. Este Jagoba intimista, que da color a un sentimiento, a una situación, a un lugar, con cuatro trazos, es el que más me gusta. Porque ya vemos que, en Chico Salvaje hay varios Jagobas: el bufón, el pontifical, el escolástico, el que se nos acerca con el cuchillo entre los dientes, el que va con la bragueta repicando sin importarle la campana, el irónico, el mordaz. Todos ellos tienen un pase y todos ellos contribuyen a dar forma y aplomo a este libro que no deja de ser la obra coral de un hombre solo, de una sola persona: Jagoba Rey Gotxi.

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El arte de la fabulación es lo que nos preserva frente al poder disolvente del conjunto y el acero frío, quirúrgico, de una inteligencia que gasta, demasiado a menudo, bota militar. La literatura es, por lo tanto, y en el tiempo presente, más importante que nunca, pues pronto será ella y no la Historia el único eslabón que nos conecte con el pasado, también la última trinchera que ofrezca refugio al hombre interior. Si este cordón umbilical se rompe, nuestra indefensión correrá pareja a la de la cría de pájaro que se cae del nido y, más temprano que tarde, seremos pasto de las alimañas.

Liss Evermore

A Liss Evermore le gusta la buena literatura y solo me cabe constatar que El Hotel Ferguson cumple al dedillo con esta función profiláctica, trasladando al lector a mundos periclitados, llenos de formas expresivas, de contrapuntos y contrastes, de una armonía que huye de los problemas que acucian al presente, de las tesis ideológicas y las consignas de facción. La literatura de Liss no es del tipo programático, no es del tipo contestatario, no es literatura social, no pretende decir a nadie lo que es bueno y es malo, ni hacer bandera de causa alguna; al contrario, es una literatura que toma distancia respecto al maremagno de la actualidad y nos permite salirnos por la tangente y soñar a campo traviesa, y, te lo agradecemos, Liss, descansar… que buena falta nos hace.

Esta obra, la primera que Liss Evermore publica bajo el sello Fanes, tiene como eje un hotel de porte victoriano, un edificio que imaginamos de cal y canto, con una pátina oscura y rodeado de campiña, con arcos y crestería góticos, torreones esquineros, miradores en voladizo, chambranas con cardinas y chimeneas de cañón. Un edificio que no desentonaría en las páginas de Horace Pole o William Beckford. Este hotel, bello y turbio a partes alícuotas, guarda un secreto que nos remite hasta el Languedoc medieval y el Antiguo Egipto, en una trama que cruza el tiempo como un río de temporada, ora oculto, ora manifiesto, y cuyo sentido solo se desvelará en las últimas páginas. El hotel Ferguson muestra una estupenda combinación temática: aventura en el sentido clásico, intriga londinense, fantasía oscura, un toque de gnosticismo que por momentos me recordó a Lawrence Durrell, y, como fondo sobre el que se proyectan los diversos paisajes, una gran lucha metafísica que atraviesa las generaciones y que por lo común permanece invisible al ojo del profano. Esto en lo que se refiere al lado sustancial de la obra, pero ya sabemos que no hay sustancia sin forma, ni historia que luzca si no está bien escrita. ¿Y cómo es la prosa de Liss Evermore? Yo se lo cuento. Es ágil, clara, elegante, una prosa que casa a la perfección con los ambientes que construye y los temas que trata. Una prosa con sentido musical, tentacular, como la propia Liss, satinada con un barniz de nostalgia, esa nostalgia dulce que nos ablanda cuando nos arrellanamos en un buen sofá orejero, con la chimenea cerca, una copa de un licor noble aderezando el momento y un buen libro sobre las manos, por ejemplo este, El Hotel Ferguson, la obra de Liss.

 

Adriano Pérez.

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