De vez en cuando llegan al buzón de la editorial manuscritos que al primer golpe de vista sabes que quieres tenerlos en el catálogo. Este es el caso de Bosquesanto. Su autora, Silvia Rodríguez Coladas, se inicia con esta obra en el género novelístico, pero lo hace con el oficio, el cuajo y la pulcritud de quien ha gastado una vida entera entre palabras. Lo importante de una obra literaria es que esté bien escrita y Bosquesanto cumple al dedillo con esta condición sin la cual cualquier idea por buena que aparente se ve malbaratada. Habrá quien prefiera otros géneros, otros estilos, pero nadie podrá decir que su prosa no fluye como música, pues es la prosa de Silvia una prosa con ritmo e inconsútil, en la que nada falta y nada sobra, y no hay disonancias entre forma y fondo. Por añadidura, el libro resulta entretenido en grado sumo.

Silvia Rodríguez Coladas

Una serie de hechos luctuosos, y extraordinarios, clavetean el tablero de la historia en esta novela. Un ánima justiciera, imbuida hasta el paroxismo de la ideología verde, siembra la muerte entre el vecindario bosquesantino. Esta es la línea central de la trama. Hay pues violencia e intriga, pero todo ello sazonado con buenas dosis de humor, ese humor tan de la tierra que gusta de poner en solfa las costumbres del paisanaje atacándoles por el flanco. En Bosquesanto se percibe la fricción entre el mundo de la ciudad y el mundo rural, entre la liquidez de los posmodernismos y el semblante de canecillo románico que presenta a menudo la vida en el campo, una vida al ralentí en la que los modos del pasado son todavía, y hasta cierto punto, vigentes. Esta confrontación habilita a la autora para ejercer con habilidad el arte siempre difícil del sarcasmo, de la sátira, de la ironía, de los rejones dialécticos y las chafanditas. Su maestría a la hora de poner el índice sobre las vergüenzas del prójimo, lo mismo que la cadencia y el sabor de su prosa, son muy españoles; atributos de la raza, que se diría antaño. Pues claro, me dirán ustedes, como que la autora ha nacido y reside en España, ¿cómo entonces podría ser de otro modo? Bueno, no corran ustedes tanto, decirles al respecto que hay autores españoles cuya prosa exhala un perfume de otras latitudes, sirva como ejemplo el de un escritor de la casa, Liss Evermore, cuya pluma bebe en las fuentes de Albión, y muchos otros que andan esparcidos por la piel de toro y cuya prosa tiene un sabor anodino, insípido, casi burocrático, que pudiera ser de cualquier lugar y de ninguno. No es este el caso de Silvia, su literatura huele al terruño y lleva la marca candente que la emparenta con toda una serie de luminarias que antes que ella dieron su rubro a esta país, haciendo uso de la palabra escrita. Hay algo en ella, o al menos a mí así me lo parece, del conceptismo de Quevedo; algo también del esperpento de Valle Inclán: ese mirar amarillento y un pelín desquiciado que es tan propio del español; algo de Camilo José Cela, autor que retrató el alma telúrica de una tierra gallega que siempre mira, cosas del contrapunto, a la luna, y de tantos otros cuya mención se omite para no cansar al lector. Y no quiero concluir sin apuntar que Bosquesanto es, entre otras muchas cosas, un homenaje a esa Galicia de caminos con relejes, fajados por muros de piedra colocados a hueso; esa Galicia de la lluvia mansa que espejea las piedras, de los hórreos que parecen ermitas que pudieran echarse a andar, bellísimas tumbas del grano; esa Galicia perifrástica y un puntito bizantina; esa Galicia a veces taimada pero siempre hermosa como un caballito de balancín. Tierra de bardos y afiladores, de barqueros y mareantes, enganchada al eje de un cosmos imaginado. Galicia, bien lo sabe la autora, siempre será número impar.

Adriano Pérez.

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Los asnos salvajes, de José Langreo, viene a consumar un reciente póquer de ases de la novela histórica en el sello Fanes. Primero vio la luz La estafa del real de a ocho, de Emilio Saavedra, a continuación La última corona, de Ricardo J. Montés, y, en penúltimo lugar, La gran traición, de José Ignacio Díaz Lucas. Con Los asnos salvajes se cierra el círculo mirabilis y el sello Fanes, en lo que a novela histórica se refiere, puede parangonarse con cualquier otro, por mucho lustre que lleve. Los quilates están´aquí sobre el papel y no en las tabulas ansatas.

El autor, José Langreo

Los asnos salvajes es novela que puede leerse como complementaria, y viceversa, de La última corona. En efecto, esta última, lo recordamos, recorre los sesenta días posteriores a la batalla de la Laguna de la Janda, en la cual se quebró como una tinaja de barro el reino visigodo. José Langreo, tirando del hilo, nos cuenta lo que sucedió inmediatamente después, ahondando en la figura de Pelayo y en los sucesos en torno a la legendaria batalla de Covadonga, hito seminal de la Reconquista y símbolo, entre otros, de la identidad española. Ambas novelas comparten la variedad de peripecias, el ritmo fuerte y sostenido, y un lenguaje jugoso y bizarro, con sabor a cosas antañonas, como ha de ser. Ambas novelas nos muestran, también, la vida en crudo y trasladan al lector tanto el ethos (la mentalidad y el sistema de valores de la época), como el pathos (la disyuntiva de unas gentes que han de luchar a brazo partido para sobrevivir en un mundo en el que irrumpen fuerzas nuevas que lo ponen todo patas arriba. La voluntad de ser, y, en el último término, de imperar). Esos treinta asnos salvajes que se enrocan tras los escarpes norteños me recuerdan al pelotón de soldados que, según Spengler, constituía siempre la última ratio de la civilización. Para tener alguna oportunidad de vencer, primero hay que tener la voluntad de existir, y existir acorde a la propia ley y no a la de otros.

La obra de José Langreo lleva al formato novelesco y siguiendo el muy aristotélico principio de verosimilitud un crisol de las crónicas alfonsinas. Estas crónicas trataban de fundamentar el reino de Asturias haciéndolo pivotar sobre la figura de Pelayo, interpretada ésta de dos modos: el goticista y el, llamémosle así, vernáculo. Ambos, en última instancia quedaban aglutinados en la Restauratio Hispaniae, es decir, en la vuelta a un poder europeo y cristiano que continuase la tradición del extinto reino godo de Toledo y la historiografía isidoriana. En la novela de José Langreo, Pelayo es un godo huido del cautiverio cordobés que se ve inmerso en una lucha a varias bandas, en la cual, junto a godos expatriados y musulmanes de diversas procedencias, hay que contar a la aristocracia asturcona y a una miscelánea de gentes que viven en los márgenes de los cauces mayores de la historia, y a las cuales es difícil atribuirles cartela y rubro. O dicho de otro modo, gentes que lo mismo sirven para un roto que para un descosido y frente a los cuales es preciso poner a buen recaudo tanto la bolsa como la honra. Los personajes en la obra de José Langreo están bien perfilados, con formas netas que no excluyen la riqueza de matices, formando todos ellos un mosaico que toca multitud de gradientes de lo humano y abunda en contrapuntos, claroscuros y transiciones. Lo que no hay en la novela son medias tintas ni paisajes a la acuarela. Esta es una obra de acción, una obra de bastidor recio que pretende reflejar un tiempo en que un hombre valía lo que su espada.

¿Qué decir de Pelayo? El autor aporta un epílogo que resume un abanico de posiciones historiográficas. ¿Fue acaso una figura mitopoiética, legendaria? Tal vez, pero, ¿le restaría eso valor? Lo dudo. La historia siempre viene entrelazada con el mito, este es un punto que, por ejemplo, un estructuralista como Levi Strauss entendía perfectamente pero que ciertos historiadores puramente eruditos de la actualidad no terminan de meterse en la mollera. Lo que ocurre es que, a los mitos que nos gustan, no los tomamos como tales, sino como realidades de cal y canto. Esto sucede ahora de la misma forma que antaño. Cada edad tiene sus ideas fuerza que diría Fouillée. Lo importante es que estas sean operativas, que muevan voluntades y conciencias. ¿Lo hizo Pelayo? Sí ¿Lo hizo la idea de la Reconquista? Sí. Estas consideraciones me recuerdan ciertos pasajes de Las conversaciones con Goethe, de Eckermann. Allí, el genio de Weimar decía que era inútil atacar la grandeza histórica con el método positivista, es decir, empírico, que eso solo servía para aniquilar al espíritu sin aportar nada a cambio, puesto que la grandeza cree en la grandeza y el componente mítico es esencial en una cultura sana y vigorosa, pues actúa de eje y referente, impele al movimiento y le otorga dirección. A esto Nietzsche lo llamaba historia monumental, es decir, paradigmática. Frente a un personaje como Pelayo (o como el Cid, o como Zaratustra) habría que formularse primeramente las siguientes preguntas: ¿Qué simboliza? ¿Cuál es la jerarquía de valores (bienes) que expresa? ¿Qué relación tiene con los fundamentos de la existencia? El mito es una alcaloide que comunica lo particular con lo universal, es el alisio de los corazones. Si Pelayo es un mito, un servidor replica: Tanto mejor.

 

Adriano Pérez.

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Traumas y sandeces es una obra castiza, carpetovetónica, o, dicho de otro modo, y que nadie se ofenda, españolísima. Sus ancestros podríamos encontrarlos en la picaresca: Lazarillo o Guzmán de Alfarache no desentonarían en estas páginas si les quitamos las calzas y los vestimos con vaqueros y camisa; en el conceptismo corrosivo de Quevedo, lleno de giros y sutilezas; en el tremendismo de Torres Villarroel, en esa realidad esquiciada que Valle Inclán llamase esperpento, o en el humor salitroso y como salido de madre de Don Camilo.

En fin, que a este libro no le faltan razones de parentesco y cualquiera de los anteriores le podría firmar una carta de presentación. Por sus páginas pululan gentes de todas las raleas, con el punto común de que todos pretenden llevar el agua a su molino, gentes que pretenden saber más que Lope, de los que se alzan con el santo y la limosna y todo lo interpretan ad libitum. Gentes con las cuales ha tratado el autor por lo grueso y por lo fino, que de tanta dialéctica viene más corrido que una mona, y que le obligan a uno a estar siempre con los cinco sentidos. En esta obra hay, en términos antropológicos, de todo: botarates de los de meter voces y, también, de los que actúan a la sorda y matan el hambre sin decir esta boca es mía, incluso luce alguna señora de las que quitan el hipo y le ponen a uno chiribitas en la cabeza, que parece aquello una noria. Miguel Galindo, hombre echado para adelante, con ese toque punzante y expresionista que ha sido siempre rúbrica de la literatura patria, nos muestra el retrato de un tiempo y un lugar a través de la cuitas policiales con las cuales tuvo que bregar durante muchos años. Traumas y sandeces es una obra divertidísima, que muestra la variedad del cascote menudo que hay en cualquier muro social. Un paisaje estupendo. Les gustará.

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Sara Fa, desde Benicarló, nos ofrece una novela exquisitamente femenina, ligera, fluente, con chispa, con mucho humor y un hedonismo que exprime al máximo el jugo de las cosas cotidianas, y un punto, también, de frivolidad, y no se tome esta palabra con un sesgo negativo, sino como un modo de poner al mal tiempo buena cara.

No es esta una novela para ahondar en los grandes misterios de la vida ni poner el cerebro a cavilar sobre asuntos complejos. Una au pair en apuros es un obra para entretenerse, para evadirse, saturada de un epicureísmo menudo, de superficie, superficie sobre la cual nos deslizamos con la facilidad de un patinador sobre el hielo. En su género, este libro, y conste que no pretendo faltar a la verdad o pecar de cobista, puede parangonarse con cualquier otro, pues su facundia no desmerece a la de autoras que ya tienen caché, casilla y rubro en los ambientes literarios. La autora ha hecho un buen trabajo, aunque los gustos, claro está, son como los vientos. Si quiere despejar la mente, olvidarse durante unas horas de los problemas incordiosos del día a día, esta novela, anónimo lector, le viene a usted como anillo al dedo.

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Crónica navarra. José Ignacio Díaz Lucas.

El jueves día 17 de marzo, tuve el honor de acompañar a José Ignacio Díaz Lucas en la presentación de su libro en el Nuevo Casino de Pamplona, un local antañón, con artesonado de casetones, arcos de medio punto, telamones, laureas y otros caprichos de la decoración historicista. Una estancia que ni pintada para que comience a rodar la aventura literaria de José Ignacio. Por un momento tuve, tuvimos, la sensación de que Juan Yanguas, el protagonista de la novela, se hallaba entre los concurrentes escuchando su propia historia de labios de unas gentes mucho más modernas, pero que siguen sintiendo en su sangre el rumor de unos hechos acaecidos hace más de cien años, en una isla de enorme belleza que fue cercenada del cuerpo patrio mediando la argucia, o al menos esto asevera el autor.

José Ignacio se acerca al pasado con la actitud del Augusto de la vía Labicana: una estatua de Octaviano vestido de Pontifex Maximus, velado, vertiendo resinas olorosas o vino sobre el ara. Así ha de ser. Un profundo respeto exhala de la obra de José Ignacio por aquellos españolitos que a falta de medios no pudieron ejecutar la redención de cupo y fueron llamados a quintas, y no pocos de ellos quedaron atrapados para siempre por las fiebres de la manigua, macheteados sobre una trocha o con una bala hostil escarbándoles el cráneo o las costillas. Lo mismo se predica de los oficiales que andaban arengando a la tropa por las trincheras, batiéndose siempre en primera fila y encarando el fuego enemigo como si aquello fuese pólvora de ferias y la muerte una cosa cotidiana; que nadie pudiera jamás decir que fueron unos cobardes. Hasta aquí los leones, que diría Maquiavelo, pero los zorros, dónde estaban. En La Península, trajinando por antesalas y despachos la perdición ajena, poniendo las fichas sobre el tablero de tal forma que, al primer embate, todas se fueran al suelo y ya no hubiere forma de retomar la partida. Razón tenía Ortega cuando decía que, en España, las élites habien sido por lo común inejemplares y no tenían la virtud de galvanizar al pueblo. El peor enemigo de España ha sido casi siempre un español, de ahí ese rompedero de cabeza que parece un asunto sacado del diván de un psicoanalista, acerca de qué es España y cuáles son sus orígenes, y la controversia aneja, cainita, entre la España y eso que se ha convenido en llamar la AntiEspaña, pero, digo yo, qué hay más español que poner a este país en solfa.

La tesis historiográfica de José Ignacio es la siguiente: España no estaba tan mal como se dice y tenía en aquel entonces los medios para ganar una guerra que se perdió a las primeras de cambio sin poner, ni mucho menos, toda la carne en el asador; una guerra que la diplomacia posterior refrendó con un acuerdo draconiano. Como se puede inferir de lo hasta aquí dicho, en la novela de José Ignacio la épica tiene su parte, y no pequeña, pero hay más cosas dentro del tarro que hacen de esta compota un plato exquisito, por ejemplo el amor, y este en sus diferentes formas: conyugal, adulterino, pero también amor al amigo, al terruño, a la patria, a la idea. El autor nos muestra, también, un fresco de la sociedad isleña, con todo su colorido abigarrado, su crisol de sangres, sus comidas, la balumba de sus calles, sus fachadas columnadas y sus patios rumorosos, y, cómo no, sus vicios. Destacar así mismo un fondo existencialista, muy a lo Shakespeare, en la figura de Juan Yanguas, fondo que conecta al individuo con el gran movimiento histórico de conjunto en el cual se halla inmerso, como un palito dentro de una torrentera. Esta conexión entre lo particular y lo general es el sello de las buenas novelas históricas. Yanguas es un hombre que, una vez llega a Cuba, vive en permamente tensión moral; diversas motivaciones tiran de él como si fuere un muñeco de trapo y amenazan con dejarle hecho un siete. Esta disputa que acaece en el fondo de su alma le empuja por vías laterales, a la búsqueda de los sucedáneos y espejismos que generalmente vienen adjuntos a los problemas de conciencia. Permítaseme apuntar que, esta noción de la moral como tensión entre dos o más polos, es la propia de Occidente; es decir: la dialéctica entre el sentido del deber y los imperativos de la propia personalidad. La moral como renuncia, como aquiesciencia, es de tipo asiático, y la moral kantiana, ilustrada, es un producto de la abstracción y por lo tanto derivada de una comprensión mecánica y silogística de la existencia. La moral aquí ha supuesto siempre tensión y elección, y, como correlato, el saber que todo paso que se da es irreversible. Y si no, que se lo pregunten a Juan Yanguas.

La Gran Traición principia y concluye con dos escenas, a mi entender, concordantes y que limitan de un modo perfecto el grueso de la acción. La primera es el asesinato de Cánovas por el anarquista Michele Angiolillo en el Balneario de Santa Ágeda. La segunda tendrán que descubrirla ustedes leyendo el libro, chapuzándose en las numerosas vicisitudes que surgen al calor de sus páginas y, en el último término, ver entonces si su sentir se acomoda al de quien esto escribe o no.

Valga un pequeño apunte desde el punto de vista formal. En este sentido, lo que más destacaría de la obra es su contrapunto entre los diálogos, chisposos, atléticos, y las descripciones, minuciosas, laxas, engolfantes. Mi más sincera enhorabuena, José Ignacio, por tu libro, y mi gratitud por el trato que en todo momento he recibido de ti. Gracias también a tu esposa por recibirme en su casa con la naturalidad de quien me ha visto en ciento y una ocasiones, aunque fuese la primera vez. Gracias también a Emilio Echavarren por aderezarnos los minutos previos a la presentación con un pequeño tour por las instalaciones del casino. No pude despedirme de él en la manera debida y desde aquí le ofrezco mis disculpas a este compañero de las letras. Gracias también a esas gentes que llenaron la sala y nos brindaron su afecto y su aplauso. Y a los que no han leído todavía la novela de José Ignacio, decirles que compren ese billete y viajen sin ideas preconcebidas a un tiempo y un lugar que forma parte de ellos mismos. La cualidad fundamental de este libro es, según yo lo veo, el de su necesidad. Sí, es necesario que exista, ahora más que nunca.

Adriano.

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