Crónica navarra. José Ignacio Díaz Lucas.
El jueves día 17 de marzo, tuve el honor de acompañar a José Ignacio Díaz Lucas en la presentación de su libro en el Nuevo Casino de Pamplona, un local antañón, con artesonado de casetones, arcos de medio punto, telamones, laureas y otros caprichos de la decoración historicista. Una estancia que ni pintada para que comience a rodar la aventura literaria de José Ignacio. Por un momento tuve, tuvimos, la sensación de que Juan Yanguas, el protagonista de la novela, se hallaba entre los concurrentes escuchando su propia historia de labios de unas gentes mucho más modernas, pero que siguen sintiendo en su sangre el rumor de unos hechos acaecidos hace más de cien años, en una isla de enorme belleza que fue cercenada del cuerpo patrio mediando la argucia, o al menos esto asevera el autor.
José Ignacio se acerca al pasado con la actitud del Augusto de la vía Labicana: una estatua de Octaviano vestido de Pontifex Maximus, velado, vertiendo resinas olorosas o vino sobre el ara. Así ha de ser. Un profundo respeto exhala de la obra de José Ignacio por aquellos españolitos que a falta de medios no pudieron ejecutar la redención de cupo y fueron llamados a quintas, y no pocos de ellos quedaron atrapados para siempre por las fiebres de la manigua, macheteados sobre una trocha o con una bala hostil escarbándoles el cráneo o las costillas. Lo mismo se predica de los oficiales que andaban arengando a la tropa por las trincheras, batiéndose siempre en primera fila y encarando el fuego enemigo como si aquello fuese pólvora de ferias y la muerte una cosa cotidiana; que nadie pudiera jamás decir que fueron unos cobardes. Hasta aquí los leones, que diría Maquiavelo, pero los zorros, dónde estaban. En La Península, trajinando por antesalas y despachos la perdición ajena, poniendo las fichas sobre el tablero de tal forma que, al primer embate, todas se fueran al suelo y ya no hubiere forma de retomar la partida. Razón tenía Ortega cuando decía que, en España, las élites habien sido por lo común inejemplares y no tenían la virtud de galvanizar al pueblo. El peor enemigo de España ha sido casi siempre un español, de ahí ese rompedero de cabeza que parece un asunto sacado del diván de un psicoanalista, acerca de qué es España y cuáles son sus orígenes, y la controversia aneja, cainita, entre la España y eso que se ha convenido en llamar la AntiEspaña, pero, digo yo, qué hay más español que poner a este país en solfa.
La tesis historiográfica de José Ignacio es la siguiente: España no estaba tan mal como se dice y tenía en aquel entonces los medios para ganar una guerra que se perdió a las primeras de cambio sin poner, ni mucho menos, toda la carne en el asador; una guerra que la diplomacia posterior refrendó con un acuerdo draconiano. Como se puede inferir de lo hasta aquí dicho, en la novela de José Ignacio la épica tiene su parte, y no pequeña, pero hay más cosas dentro del tarro que hacen de esta compota un plato exquisito, por ejemplo el amor, y este en sus diferentes formas: conyugal, adulterino, pero también amor al amigo, al terruño, a la patria, a la idea. El autor nos muestra, también, un fresco de la sociedad isleña, con todo su colorido abigarrado, su crisol de sangres, sus comidas, la balumba de sus calles, sus fachadas columnadas y sus patios rumorosos, y, cómo no, sus vicios. Destacar así mismo un fondo existencialista, muy a lo Shakespeare, en la figura de Juan Yanguas, fondo que conecta al individuo con el gran movimiento histórico de conjunto en el cual se halla inmerso, como un palito dentro de una torrentera. Esta conexión entre lo particular y lo general es el sello de las buenas novelas históricas. Yanguas es un hombre que, una vez llega a Cuba, vive en permamente tensión moral; diversas motivaciones tiran de él como si fuere un muñeco de trapo y amenazan con dejarle hecho un siete. Esta disputa que acaece en el fondo de su alma le empuja por vías laterales, a la búsqueda de los sucedáneos y espejismos que generalmente vienen adjuntos a los problemas de conciencia. Permítaseme apuntar que, esta noción de la moral como tensión entre dos o más polos, es la propia de Occidente; es decir: la dialéctica entre el sentido del deber y los imperativos de la propia personalidad. La moral como renuncia, como aquiesciencia, es de tipo asiático, y la moral kantiana, ilustrada, es un producto de la abstracción y por lo tanto derivada de una comprensión mecánica y silogística de la existencia. La moral aquí ha supuesto siempre tensión y elección, y, como correlato, el saber que todo paso que se da es irreversible. Y si no, que se lo pregunten a Juan Yanguas.
La Gran Traición principia y concluye con dos escenas, a mi entender, concordantes y que limitan de un modo perfecto el grueso de la acción. La primera es el asesinato de Cánovas por el anarquista Michele Angiolillo en el Balneario de Santa Ágeda. La segunda tendrán que descubrirla ustedes leyendo el libro, chapuzándose en las numerosas vicisitudes que surgen al calor de sus páginas y, en el último término, ver entonces si su sentir se acomoda al de quien esto escribe o no.
Valga un pequeño apunte desde el punto de vista formal. En este sentido, lo que más destacaría de la obra es su contrapunto entre los diálogos, chisposos, atléticos, y las descripciones, minuciosas, laxas, engolfantes. Mi más sincera enhorabuena, José Ignacio, por tu libro, y mi gratitud por el trato que en todo momento he recibido de ti. Gracias también a tu esposa por recibirme en su casa con la naturalidad de quien me ha visto en ciento y una ocasiones, aunque fuese la primera vez. Gracias también a Emilio Echavarren por aderezarnos los minutos previos a la presentación con un pequeño tour por las instalaciones del casino. No pude despedirme de él en la manera debida y desde aquí le ofrezco mis disculpas a este compañero de las letras. Gracias también a esas gentes que llenaron la sala y nos brindaron su afecto y su aplauso. Y a los que no han leído todavía la novela de José Ignacio, decirles que compren ese billete y viajen sin ideas preconcebidas a un tiempo y un lugar que forma parte de ellos mismos. La cualidad fundamental de este libro es, según yo lo veo, el de su necesidad. Sí, es necesario que exista, ahora más que nunca.
Adriano.