Los asnos salvajes, de José Langreo, viene a consumar un reciente póquer de ases de la novela histórica en el sello Fanes. Primero vio la luz La estafa del real de a ocho, de Emilio Saavedra, a continuación La última corona, de Ricardo J. Montés, y, en penúltimo lugar, La gran traición, de José Ignacio Díaz Lucas. Con Los asnos salvajes se cierra el círculo mirabilis y el sello Fanes, en lo que a novela histórica se refiere, puede parangonarse con cualquier otro, por mucho lustre que lleve. Los quilates están´aquí sobre el papel y no en las tabulas ansatas.
Los asnos salvajes es novela que puede leerse como complementaria, y viceversa, de La última corona. En efecto, esta última, lo recordamos, recorre los sesenta días posteriores a la batalla de la Laguna de la Janda, en la cual se quebró como una tinaja de barro el reino visigodo. José Langreo, tirando del hilo, nos cuenta lo que sucedió inmediatamente después, ahondando en la figura de Pelayo y en los sucesos en torno a la legendaria batalla de Covadonga, hito seminal de la Reconquista y símbolo, entre otros, de la identidad española. Ambas novelas comparten la variedad de peripecias, el ritmo fuerte y sostenido, y un lenguaje jugoso y bizarro, con sabor a cosas antañonas, como ha de ser. Ambas novelas nos muestran, también, la vida en crudo y trasladan al lector tanto el ethos (la mentalidad y el sistema de valores de la época), como el pathos (la disyuntiva de unas gentes que han de luchar a brazo partido para sobrevivir en un mundo en el que irrumpen fuerzas nuevas que lo ponen todo patas arriba. La voluntad de ser, y, en el último término, de imperar). Esos treinta asnos salvajes que se enrocan tras los escarpes norteños me recuerdan al pelotón de soldados que, según Spengler, constituía siempre la última ratio de la civilización. Para tener alguna oportunidad de vencer, primero hay que tener la voluntad de existir, y existir acorde a la propia ley y no a la de otros.
La obra de José Langreo lleva al formato novelesco y siguiendo el muy aristotélico principio de verosimilitud un crisol de las crónicas alfonsinas. Estas crónicas trataban de fundamentar el reino de Asturias haciéndolo pivotar sobre la figura de Pelayo, interpretada ésta de dos modos: el goticista y el, llamémosle así, vernáculo. Ambos, en última instancia quedaban aglutinados en la Restauratio Hispaniae, es decir, en la vuelta a un poder europeo y cristiano que continuase la tradición del extinto reino godo de Toledo y la historiografía isidoriana. En la novela de José Langreo, Pelayo es un godo huido del cautiverio cordobés que se ve inmerso en una lucha a varias bandas, en la cual, junto a godos expatriados y musulmanes de diversas procedencias, hay que contar a la aristocracia asturcona y a una miscelánea de gentes que viven en los márgenes de los cauces mayores de la historia, y a las cuales es difícil atribuirles cartela y rubro. O dicho de otro modo, gentes que lo mismo sirven para un roto que para un descosido y frente a los cuales es preciso poner a buen recaudo tanto la bolsa como la honra. Los personajes en la obra de José Langreo están bien perfilados, con formas netas que no excluyen la riqueza de matices, formando todos ellos un mosaico que toca multitud de gradientes de lo humano y abunda en contrapuntos, claroscuros y transiciones. Lo que no hay en la novela son medias tintas ni paisajes a la acuarela. Esta es una obra de acción, una obra de bastidor recio que pretende reflejar un tiempo en que un hombre valía lo que su espada.
¿Qué decir de Pelayo? El autor aporta un epílogo que resume un abanico de posiciones historiográficas. ¿Fue acaso una figura mitopoiética, legendaria? Tal vez, pero, ¿le restaría eso valor? Lo dudo. La historia siempre viene entrelazada con el mito, este es un punto que, por ejemplo, un estructuralista como Levi Strauss entendía perfectamente pero que ciertos historiadores puramente eruditos de la actualidad no terminan de meterse en la mollera. Lo que ocurre es que, a los mitos que nos gustan, no los tomamos como tales, sino como realidades de cal y canto. Esto sucede ahora de la misma forma que antaño. Cada edad tiene sus ideas fuerza que diría Fouillée. Lo importante es que estas sean operativas, que muevan voluntades y conciencias. ¿Lo hizo Pelayo? Sí ¿Lo hizo la idea de la Reconquista? Sí. Estas consideraciones me recuerdan ciertos pasajes de Las conversaciones con Goethe, de Eckermann. Allí, el genio de Weimar decía que era inútil atacar la grandeza histórica con el método positivista, es decir, empírico, que eso solo servía para aniquilar al espíritu sin aportar nada a cambio, puesto que la grandeza cree en la grandeza y el componente mítico es esencial en una cultura sana y vigorosa, pues actúa de eje y referente, impele al movimiento y le otorga dirección. A esto Nietzsche lo llamaba historia monumental, es decir, paradigmática. Frente a un personaje como Pelayo (o como el Cid, o como Zaratustra) habría que formularse primeramente las siguientes preguntas: ¿Qué simboliza? ¿Cuál es la jerarquía de valores (bienes) que expresa? ¿Qué relación tiene con los fundamentos de la existencia? El mito es una alcaloide que comunica lo particular con lo universal, es el alisio de los corazones. Si Pelayo es un mito, un servidor replica: Tanto mejor.
Adriano Pérez.