Traumas y sandeces es una obra castiza, carpetovetónica, o, dicho de otro modo, y que nadie se ofenda, españolísima. Sus ancestros podríamos encontrarlos en la picaresca: Lazarillo o Guzmán de Alfarache no desentonarían en estas páginas si les quitamos las calzas y los vestimos con vaqueros y camisa; en el conceptismo corrosivo de Quevedo, lleno de giros y sutilezas; en el tremendismo de Torres Villarroel, en esa realidad esquiciada que Valle Inclán llamase esperpento, o en el humor salitroso y como salido de madre de Don Camilo.
En fin, que a este libro no le faltan razones de parentesco y cualquiera de los anteriores le podría firmar una carta de presentación. Por sus páginas pululan gentes de todas las raleas, con el punto común de que todos pretenden llevar el agua a su molino, gentes que pretenden saber más que Lope, de los que se alzan con el santo y la limosna y todo lo interpretan ad libitum. Gentes con las cuales ha tratado el autor por lo grueso y por lo fino, que de tanta dialéctica viene más corrido que una mona, y que le obligan a uno a estar siempre con los cinco sentidos. En esta obra hay, en términos antropológicos, de todo: botarates de los de meter voces y, también, de los que actúan a la sorda y matan el hambre sin decir esta boca es mía, incluso luce alguna señora de las que quitan el hipo y le ponen a uno chiribitas en la cabeza, que parece aquello una noria. Miguel Galindo, hombre echado para adelante, con ese toque punzante y expresionista que ha sido siempre rúbrica de la literatura patria, nos muestra el retrato de un tiempo y un lugar a través de la cuitas policiales con las cuales tuvo que bregar durante muchos años. Traumas y sandeces es una obra divertidísima, que muestra la variedad del cascote menudo que hay en cualquier muro social. Un paisaje estupendo. Les gustará.